Frecuentemente nos enfrentamos a la preparación de una presentación de una forma bastante mecánica. Solemos empezar conectando el ordenador y abriendo el Power Point. A partir de ahí, empezamos a recopilar contenidos (casi siempre de otras presentaciones) y nos ponemos a trabajar en modo «corta y pega».

Se nos olvida, por tanto, cuál es el verdadero propósito de nuestra presentación. Puede ser que nuestro jefe nos haya pedido que mostremos el plan de lanzamiento de un nuevo producto, puede ser que tengamos que explicar la reorganización de nuestro departamento o puede que tengamos que justificar la razón por la que queremos contratar a un nuevo vendedor. Si buscamos un denominador común a todas estas situaciones, nos encontraremos con que en todos los casos tenemos que vender una idea o, como dirían los expertos en personal branding, vendernos a nosotros mismos.

Si partimos de esa premisa y aplicamos la lógica del proceso de venta a nuestra presentación, tendremos muchas más posibilidades de que el resultado sea efectivo y consigamos vender nuestra idea a las personas que nos están escuchando. Es importante aclarar que vender en este contexto equivale a persuadir, motivar, influir, convencer, etc. Como bien dice el famoso gurú del marketing Seth Godin, «hacer una presentación es hacer una venta emocional».

Por tanto, la clave está en hacerse unas preguntas muy concretas antes de empezar a preparar la presentación:

– ¿Qué quiero conseguir con mi presentación?
– ¿Qué mensaje fundamental quiero que todo el mundo recuerde cuando haya finalizado mi presentación y mucho tiempo después?
– ¿Qué acción quiero que tomen mis interlocutores después de haberme escuchado (lo que en lenguaje publicitario se llama call-to-action)?

En ocasiones, contestar a estas preguntas de forma concreta y clara nos puede llevar más tiempo que la elaboración posterior de la presentación. Pero, sin duda, se trata de una etapa que no debemos obviar si queremos ser realmente eficaces en nuestra comunicación.

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