Director de Comunicación: guardián de la reputación

¿Tienen conciencia las marcas? ¿Quién vigila su reputación? ¿Cómo asegurar su influencia? Las respuestas a estas y muchas otras preguntas similares deberían conformar la lista de tareas de todos los miembros de los equipos directivos de empresas e instituciones. Hay, sin embargo, dos figuras especialmente relevantes a la hora de lidiar con estas cuestiones: el CEO y el director de Comunicación. Su responsabilidad en estas materias es fundamental y, de alguna forma, deben actuar de guardianes de la reputación liderando, además, con el ejemplo.

La obsesión por el crecimiento que está instalada en casi todas las marcas sólo puede descansar en una obsesión aún más importante: la de ganarse la confianza de sus clientes y stakeholders. A nadie se le escapa que vivimos en un contexto en el que el respeto y admiración por una marca es un acelerador del negocio. Los clientes son cada vez más exigentes a la hora de ejercer sus decisiones de compra. Los empleados más cualificados y que aportan más valor son también mucho más cuidadosos al elegir a su empleador (sí, has leído bien: los empleados más preparados son los que eligen cada vez más a su empleador y no al revés).

Anticipar la ética al negocio

Así pues, es imprescindible que alguien tome el liderazgo y asuma la alta responsabilidad de vigilar la reputación y cuidar sus múltiples ámbitos de actuación, anticipando la ética al negocio, enriqueciendo y apoyando estratégicamente las decisiones del primer ejecutivo. De esta forma, el director de Comunicación debe abordar, al menos, tres frentes:

  1. La experiencia directa de los distintos públicos con su marca, poniendo especial énfasis en los más relevantes. En primer lugar, siempre, los empleados. Se acabó aquello de creer que podemos construir reputación poniendo a los públicos externos por delante y obviando que los genuinos protagonistas del comportamiento corporativo de una marca son precisamente sus empleados. A fin de cuentas, son quienes más credibilidad y consistencia aportan. Después, aquellos otros públicos que, en función de la naturaleza del negocio, deban considerarse: usuarios, clientes, reguladores, medios de comunicación, proveedores, etc. Es importante recordar que todos ellos tienen la capacidad de construir (o destruir) la reputación de nuestra marca. Y vaya si la ejercen…
  2. La coherencia entre el discurso y el comportamiento corporativo. No hay mayor brecha de confianza para una marca que predicar una cosa y hacer otra muy distinta. Esto es algo que los buenos comunicadores y los grandes líderes empresariales entendieron hace mucho tiempo. Sin embargo, se producen pequeñas incoherencias en el día a día de las organizaciones que, a fuerza de repetirse, se convierten en grandes fallas. La responsabilidad del director de comunicación en este ámbito no debe limitarse sólo a ajustar el discurso a la realidad de la marca: debe ser mucho más ambicioso y trabajar para que el comportamiento corporativo sea el adecuado. Hacer esto requiere de grandes dosis de influencia interna y de liderazgo informal. Pero es este, y no otro, el verdadero propósito que debería guiar esta función.
  3. Conocer y participar en las conversaciones que se producen alrededor de la marca. Dicho de otra forma: saber qué dicen de nuestra organización y entender las razones de lo que dicen. Hace mucho tiempo que sabemos que las marcas se construyen a través de conversaciones. Pues bien, es fundamental ser protagonistas del relato y no conformarnos con ser meros espectadores del mismo.

La información, por tanto, ha dejado hace mucho tiempo de ser el elemento clave de los comunicadores corporativos. Es importante, sí. Pero lo es mucho más darle un propósito alineado con los objetivos del negocio. Hablamos, en definitiva, de la influencia. La famosa afirmación del “aquí y ahora” debe dar paso a una necesaria visión estratégica a largo plazo. Todos sabemos que construir una buena reputación requiere de mucho tiempo y de líderes que vean más allá e inspiren a sus equipos. “Sólo mediante una actuación ética, que sea coherente con la palabra dada, se logra un valor tan frágil como la confianza”, afirma Jordi Gual, presidente de CaixaBank. Además, añade que “la reputación del directivo impacta de manera directa en el reconocimiento y reputación de la empresa, y en consecuencia, en su capacidad de generar valor”. Difícilmente se puede expresar mejor.

Para finalizar, me gustaría recalcar que estos conceptos –reputación e influencia– no forman parte de una moda corporativa fugaz. Más bien al contrario. Como bien afirma Kasper Ulf Nielsen, del Reputation Institute, “las compañías se verán cada vez más empujadas a integrar la reputación en los procesos de toma de decisiones”. Y es que dichos conceptos trascienden lo puramente empresarial y conforman nuestra realidad más cotidiana. Véanse, si no, las controversias en estos ámbitos que afectan a sectores económicos enteros. Por ejemplo, al de la movilidad urbana (taxis vs Uber/Cabify) o al de la marca país (Brexit, Cataluña, etc.) por citar algunos de plena actualidad.

La profesionalización de la gestión de la reputación debe ser, por tanto, una prioridad estratégica para aquellas organizaciones que aspiren a la sostenibilidad de su negocio y hacer realidad su propósito.

Artículo publicado originalmente en Perspectivas Wellcomm 2019